El
espacio que envolvía la atmósfera del adiós fue reducido a latidos. El aire no
era más que ella.
Luego vino el tren. Los segundos se clavaban en el reloj
amarillo y eran más perceptibles que nunca. La claridad del tic-tac en mi
cabeza me asustaba...Y terminó por juntarse el miedo con la tristeza.
Más tarde, el vacío se extendía entre nuestros cuerpos y el hueco de su
ausencia crecía exponencialmente.
Después ya sólo recuerdo un abrazo apresurado
y alguien alejarse.
Inmediatamente llegó la confusión a mis ojos. Y no alcancé
a ver nada. Agaché la cabeza, suspiré y me aferré a los brazos del chico que
andaba perdido desde hacía unos días. Y sentí que me iba. Ella me llevaba. Dejé
mi cuerpo en aquellos asientos. En sus manos. En la relatividad de las cosas
que no tienen explicación. Como esto.
Nos
dimos media vuelta y caminé sin saber que alejarme era lo menos casual en
nuestras vidas. Que esperar formaba parte del trayecto de los 37 días y 36 noches. Y pensaba que mañana serían menos días -de eso estaba segura-.
Bajamos
las escaleras y nos perdimos entre transeúntes ausentes de ciudades anónimas.
El barullo nos fue arrastrando hacia la espera. Y sonreí;
increíble.
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