domingo, 7 de agosto de 2011

Habitación en atmósfera cero

Calculé, tumbada sobre la tranquilidad, cuánto tardaba en volver a respirar. Eran exactamente 5 segundos los que esperaba el aire en adentrarse en lo más hondo de su cuerpo, oxigenar su anatomía carente de alma y escapar para evaporarse en la nada de la habitación. Siempre era uniforme, lineal y constante. De modo que me aproximo despacio, dando tiempo a que se acorte entre nosotras el espacio. Mientras, dedico los momentos del recuento a observarla minuciosamente. De cerca es incluso más escalofriante. Su nariz perfectamente definida deja entrever un montículo casi imperceptible desde la distancia. Tiene el tamaño proporcional a su cara; es pequeña, que no minúscula. A mí me gusta observarla desde diversos ángulos, fotografiar en mi retina cada recoveco de ella. Enseguida, aprecio que unos círculos marrones forman las pecas encargadas de adornar el semblante de esa piel pálida. Aportándole ese toque único que la caracteriza. Apuro los minutos y alzo la vista 10 centímetros más arriba. Allí, sus ojos, ahora cerrados, descansan entre finas láminas de pestañas. Se extienden desde la raíz hasta su fin en una curva extrañamente perfecta. Y deslizar los dedos entre ellas es dejar volar mil sensaciones en sólo unos instantes. Para aterrizar acariciando desde la distancia sus labios gruesos, ligeramente entreabiertos por los ecos de los sueños. Formando la entrada al laberinto de su corazón. Siendo el satélite que le faltaba a mis ojos. Acabo por recordar su tacto, que es ya terciopelo helado. Y la niebla envuelve la penumbra de la habitación, dejando penetrar en ella una ráfaga de estremecimientos. Percibo su olor. Todo eso que la desdibuja en el horizonte de las cosas inexplicables; extraordinariamente maravillosas.
Recupero la postura que minutos atrás abandoné y tomo su mano mientras pienso que ella tiene eso que me hace sentir bien. Y acabo por concluir que es magia en estado puro, pero ella eso aún no lo sabe;

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